Biografía:
(Ayacucho, 1989). Escritor peruano. Bachiller en Literatura por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM). Finalista del I Concurso Iberoamericano de Relatos BBVA-Casa de América “Los jóvenes cuentan” (2007). Textos suyos aparecen en la antología Recitales “Ese Puerto Existe”, muestra poética 2010-2011 (2013). Ha publicado el libro de relatos Cuentos del Vraem (2017) y el poemario El cautivo de blanco (2018); además publicó en Amazon su primera novela Los bajos mundos (2018). Actualmente cursa la Maestría en Escritura Creativa de la UNMSM.
Sus poemas:
Luna de azul marino

La luna titilante me observa con soberbia
Es una amiga cariñosa ante mis delirios
Una alegría en sus senos de Valdelirios
Creo ella es dulce, tan pura, muy sabia.

Oculta la sonrisa, ella tan triste canta
Con una lágrima de andaluz eufonía
Con el vendaval harto la atormenta
Las grises canciones son su manía.

Las serias razones no existen a su lado
Es mejor voltear hacia la hoja en blanco
Olvidar las espinas escarlatas del pasado
Y embriagarse con las ideas del bardo.

Distinguir la luz en el largo camino
Que nos espera como el fiel canino
Tras sendas horas de trabajo cansino
De una luna de color azul marino.



Autocontrol

No puedo dominar mis instintos
No los controlo ni queriendo
Las palabras sucias, las malas ideas
Son pan de cada día y trémulo
Dudo de todo demasiado, demasiado
Me adentro a la mundanal bulla
Enmarrocado ante lo flamígero
Creo que no nací para esto y dale
Eternizo cargando cántaros llenos
Con una tenia devorando mi testa
Flaco, enjuto, eso me tiene así
Sin poder luchar, sin trofeos
Qué te pasa, alucinado, preguntan
Has nacido tarde, el horizonte
Crece rojo como dos tiranos
Cabalgando tres triciclos tristes
Tus horas son otras mañanas
Donde todos eran un reformatorio
Mala vida, hoy necesitas autocontrol.



La flor sepultada

He sepultado la flor de tu amor entre la hierba azul
Estaba marchita y, lo siniestro, tenía tres rostros
El primero era de adonis cual estatua de mármol
El segundo era sublime cual la melodía del edén
Y el último, el más dominante, era espeluznante
Como el endriago, mitad humano, mitad animal
La tenía aferrado a mi pecho como un hijo agónico
Y me quité las vendas para sentirla en la ardua lluvia 
Dormí, desperté, y volví sin fe donde la sepultada
Tras silencios de siglos, tras distancias eternas
Como un viajero regresa a la montaña del alma
Luego de resucitar con otra conciencia oscura
La desenterré con presteza y lágrimas en los ojos
Tratando de recordar el verdadero valor del tesoro 
Encontré fatídicamente cenizas, polvo y calaveras
Pero no aquella flor marchita de tres rostros, ¡no!
Así es la esperanza en el amor no destinado
Como una Babel se encumbra para derrumbarse
Y si la entierras en lo más oscuro de tu corazón
Al final desaparecerá entre la aberración eterna.



Vértigo aéreo

Las ramas vistan lejanas las ranas
Y la lluvia de las carnales
No mojan el césped
Del manicomio.

Como la mar, el barco baila
En los murales celestes
De Eiffel nocturno
Alto ebrio.

El crepúsculo es harto más bello
Desde la Luna Satelital
Se borran los tonos
Del despertador.

Un rapsoda montó ligero
Su Nave Espacial
Y se desmayó
Expiró.

Los rosales canjean ternuras
Y vista desde arriba
Son microbios
Sin vida.

Soy un ogro de ancha mirada
Que teme a su estatura
Y tiene una risa
Ocultada.



El amor inadvertido

Escucho un murmullo, un susurrar, una sinfonía
Es del viento precipitarse con las flores, ligero
Del río avanzar en el paraíso con grata melodía
De la lluvia caer sobre la pradera; sí que te quiero
…Te quiero…

Escucho el pathos desde lo más profundo de mí ser
Es el cisne negro, la inspiración de la desesperación
Eres tú, mi querida, que me solivianta a querer
Te escucho amor que me llamas con eterna pasión
…Eres el soplo de mi luz…

¿Dónde te hallo? ¿En la de la nariz aquilina o respingada?
¿En ella? ¿En la de los preciosos ojos, acaso en ella?
¿En ese labio abrumador? Entonces, ¿en aquella sonrisa?
¿Allende en el horizonte? ¿O allende bajo las flores?
…Amor inadvertido, dónde estás…

Fulgor que has latido fuerte cuando no debiste existir
Aire que te has instalado perenne en mí, y te has ido
Vehemencia de esos ardores que no regresan más, jamás
Amor que nunca vi, tan difícil de hallar, ¿dónde estás?
…Sentimiento efímero y eterno, qué nunca he de hallar…

El firmamento es tan pequeño ante mis ojos, infinito es
El mar, tan voluptuosa, sus olas a mis pies van a colisionar
El crepúsculo, el cielo divino, la brisa, y la gloria no es
Volteo, ella aún duerme: es la fría presencia ausente
…Mía, has pasado inadvertido, sólo Mía…



Días de cobardía

Me refugio temeroso en el vino de los crucificados
En las lágrimas de las doncellas nostálgicas
En las pinturas de óleos mortuorios 
Y en el clamor de las cárceles.

Nado en el mar de dragones y sirenas del Índico
Sin más laberintos áridos que franquear
Sin altares divinos que rezar
Y pétalos que deleitar.

La llave de la libertad está a metros de la celda
Como Dionisio está feliz con las nínfulas
Todo es oscuro, nada es luz
Sin Mal sin Bien.

De poco estoy hartado, ansío más y más
Sumergido en un somnífero azul
Me ahogo en un cáliz etéreo
Cual ansía inmortal.

Hay moscardones que vuelan sobre mis labios
No confío ya en las apariencias, sino me cuido el alma
Ahora no existen crepúsculos tiernos, ni el tesoro vive en el mar
Estoy ciego, soy mudo, no escucho, y tengo miedo de las horas. ¡Oídme!
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Sus cuentos:
LAS HELADAS

El tambo, que habría de sufrir los estragos de las voluntades de la naturaleza, se levantaba en una colina pedregosa y polvorienta al borde de una quebrada donde en medio corría un crecido río de aguas límpidas por las tardes y en extremo frías en las noches. El nombrado tambocamayoc por las siete familias entonces era el auca más anciano de todos, estrábico de mirada y cabelludo de peinado, considerado sabio, que sufrió un ataque cardíaco la noche que vislumbró en sus sueños la proximidad de los malos tiempos. 
A una semana del duelo mortuorio, en plena tarde ardiente de pasteo de llamas y alpacas, un chaparrón duradero con vendavales y truenos desenterró las raíces del árbol en el cual se amarraban las sogas de maguey, donde se deslizaba la cesta de la oroya de una orilla a otra, destruyendo así el transporte colgante. Al día siguiente, cuando las mujeres presurosas por su negligencia confeccionaban a última hora los tejidos de lana para la oroya nueva, la helada andina más duradera habría de iniciarse acompañada de lluvias torrenciales, arremetiendo con tal magnitud que los pucllacoc uamracona, niños juguetones, enfermaron de gravedad con la gripa, y, a los días, los tres únicos niños de teta, llullo llocac uamracona, con el tuerto quipo camayoc y el mudo despensero, murieron asfixiados por la neumonía. 
Una templada mañana, después ya de los entierros, el pueblo convocó a cabildo. Se eligió al nuevo funcionario inca para suceder al muerto y se ordenó guardar la calma hasta que la helada pasara o llegase el curaca de la zona con los auxilios propicios; más el frío y sus aguas, inevitables, quemaron los trigales, los maizales, los papales y el resto de los cultivos, arrasaron los eucaliptos, las cactáceas y los árboles frutales, libraron una lucha por vivir contra los ichus y puyas; las llamas, alpacas, guanacos, vicuñas, empezaron en aquellos momentos a ayunar y enflaquecer lanosos, que a cuatro semanas la aldea, despensa y arsenal, había perdido más miembros, dilapidando todas sus reservas en los ayllus del tambo, cuyos terrenos se extendían grises y desdichados emanando el bálsamo de la muerte. 
El frío era tal que no bastaba que las mujeres se abrigaran con prudencia estrenando sus anacos coloridos, tiritando aferradas a sus llicllas pardas prendidas en sus pechos por unos alfileres de plata, con sus chumpis bien apretados; ni que los otros vistieran arropados sus cálidos uncus tunicales, sus huaras interiores mejor puestas, o sus medias de lana gruesa entre sus ojotas. Tampoco nada pudieron hacer los rituales con sacrificios de los mejores auquénidos y las ofrendas de las más aperitivas comidas, para que su taita Inti se apiade de ellos y acabe sus castigos; ni sirvieron las fiestas en honor a Aquél, con antaras, quenas, baqueta y wankar, fingiendo compunción. 
Solo cuando las esperanzas empezaron a desfallecer, pues las especulaciones apuntaban que el tambo había sido olvidado por el Imperio con la construcción de algún atajo allá y los rumores esbozaban la resignación, se oyeron los ecos del anuncio armonioso del pututo de chasqui cuando el que lo sopla, veloz, se asoma. Era de tarde y hacía un calor embustero, pues aparte de calentar poco a los hombres, mataba a las plantas. En efecto, era el llegado un chasqui, fornido joven mensajero de piel tostada por el sol seco y maltratado por el clima en sus viajes, que les anunciaría, a gritos y de extremo a extremo de la quebrada, la fraternal Guerra Civil en el Imperio y la crisis política en todo el Tahuantinsuyo. Además, según el viajero, nunca se construyó una trocha, ya que la hubiese utilizado por la urgencia del mensaje que traía consigo. Sin otras alternativas, al azar y con desesperación, le encomendaron los tambinos, también a voz en cuello y en quechua, de informar los nefastos sucesos al curaca de la región lo más pronto posible, pues se estaban muriendo congelados. El chasqui, a lo lejos, con unos gestos de comprensión y afirmación los engañó, y se fue corriendo nuevos caminos levantando polvo para entregar el mensaje que reveló a los que se congelaban. 
El ardor de aquel día plateó las carreteras del tambo hasta el crepúsculo. Una neblina dorada y caliente agazapó vespertina las grises montañas abruptas y soberbias frente a ellos escondidos en sus casas de piedra, barro y paja; el viento ceniciento y su perenne canto juguetearon con las brozas que arrastradas recorrían esas tierras milenarias. Y al ponerse el sol en un horizonte vago, comenzó el auge de los malos tiempos, que si tal lo resistieran los hombres podrían confiarse ellos de que todo regresaría a la normalidad y felicidad de sus antiguos días. La lluvia, truenos y vendavales, cayeron con tal furia que aparte de encharcar, enlodar y derretir poco a poco las paredes de adobe de las viviendas, causó huaicos y derrumbes de los cerros; y los aludes de tierra mojada aplastaron tres hogares en instantes violentos. Los que salían de sus casas, ya porque su techo se derrumbaba, ya porque el agua turbia los inundaba, ya por la consternación del estruendo y la vista desesperante del avanzar de la avalancha hacia ellos, eran atrapados en plena huida por los truenazos que los sancochaba. Y la viva naturaleza mortal acometió por oscuras horas hasta el final de aquellos hombres, a eso de la alborada.



LA FAMILIA DE UN CONOCIDO

Aquella noche de la graduación de su nieto, el anciano don Miguel habría de oír el nombre y apellido de su amigo de colegio Joaquín Salvatierra. Este era el padre de un jovencito de veintidós años que se graduaba con honores de su Alma Máter y tenía la distinción de ofrecer un discurso preliminar a la ceremonia. Con palabras grandilocuentes y entusiasmadas dirigidas a su progenitor por el apoyo incondicional que le dio, el muchacho fue uno de los más ovacionados aquella noche. Sin embargo, fue hace mucho tiempo que don Miguel no escuchaba la mención de alguno de sus compañeros de colegio, y menos los frecuentaba, pese a que varios habían alcanzado en su tiempo un renombre en la sociedad; por lo que sorprendido recordó el rostro de su amigo (aquel adolescente tímido que leía en la biblioteca en los recreos escolares) en las facciones de su progenie: cabellos lacios y oscuros, cara ovalada y pecosa, ojos y nariz medianos, que revelaban armonía y sabiduría de carácter. 
Al poco tiempo, don Miguel se contactaría con don Joaquín, y este le habría de invitar a su residencia un fin de semana.
En las afueras de la ciudad, la mansión vieja pero señorial se levantaba magistral al pie de una colina de baja pendiente en medio de jardines de árboles y flores exóticas. Al llegar a la entrada de la residencia, al que llegó solo y sin compañía gracias a los servicios de un taxi, un mayordomo lo trasladó en un auto de lujo hacia la mansión. Al bajar y subir unas gradas de mármol níveo, cruzó un lujoso vestíbulo adornado con cuadros de hermoso arte en las paredes, y entonces vio una sala de eminente belleza y millonaria decoración y, tras una entrada abierta de puertas ostentosas, la mesa servida con opulencia en el comedor. Aquella era enorme, de la madera más fina, perfectamente pulcra y ordenada. Las sillas acomodadas sobrepasaban la cantidad de una docena y, excepto una, todas estaban vacías. 
El sol de las dos de la tarde caía entre los cortinones inmaculados de las ventanas de marco dorado. En el lado superior de la mesa, sentado como un rey, don Joaquín le ofreció la silla derecha a su invitado, quien al asomarse con cautela tuvo que disimular una impresión con una seriedad poco convincente. 
—Oh, uno a estas alturas ya se siente solo con tanta ausencia —exclamó don Miguel con voz emotiva al sentarse, refiriéndose a las sillas desocupadas. 
—Creerá usted que mi tercera esposa salió a pasear con mi madre a la ciudad. 
El convidado, tras dudar, se sorprendió y, al final, se alegró. Lo felicitó por la fortuna de tener a su madre todavía con vida, pues ambos ya sobrepasaban los setenta años. Los dos eran personas canosas, con carrillos en los párpados, incluso con surcos temporales en la faz del rostro. Era un regalo divino tener a una madre viva cuando uno ya entra a la ancianidad, le dijo con inocente camaradería y la intención explícita de no tocar el tema del tercer matrimonio de su amigo. Al ver a su magnánimo huésped, sin embargo, descubrió en él el aura de un semblante saludable y lozano que discrepaba del suyo. En efecto, don Joaquín gozaba de un aire conservado y poseía un talante vigoroso. Por su parte, don Miguel sufría una pequeña curvatura en el dorso y le limitaba, con su desfallecimiento general, los quehaceres cotidianos. 
—Mis abuelos deben estar leyendo arriba en la biblioteca del tercer piso y ya bajarán, pues he dado la orden para que nos acompañen en esta velada —expresó don Joaquín con tranquilidad sin tomarle mucha importancia, pese a que su amigo abría los labios en forma de una O asombrada y dubitativa—. Tomaremos también el lonche a las siete de la noche. Además, mis bisabuelos y tatarabuelos nos acompañarán a esa hora. Ahora ellos deben estar en uno de los jardines con la servidumbre listos para una merienda. Aunque mi último hijo está en Nueva York de vacaciones con su novia, y el resto de mis retoños con mis tesoros en París, Alemania, España, Italia, y Suecia, somos una familia numerosa.
Don Miguel, asustado por alguna extraña razón, sabía que Joaquín no mentía.
manergo

Por manergo

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