En primer lugar, necesito aclararles que jamás he creído en maleficios, hasta esa mañana del domingo después de esa cena politiquera, cuando las envidias saltaban a flor de piel y las ambiciones jugaban sus cartas al tarot, la numerología, el I-ching y otras yerbas adivinatorias, tratando de llegar como fuera a un carguito; aunque esto lo supe después.
Las miradas recelosas que unos a otros se lanzaban entre mordida y mordida, cuando el Cacho hablaba, mientras alguna mano debajo de la mesa cruzaba los dedos y otra hacía los cuernitos, uno ponía un pie sobre otro y hasta alguno tocaba el nudo del pañuelo espión que sobresalía del bolsillo; me llamaban poderosamente la atención.
Mucho no comprendía de ese lenguaje ajeno, aunque si eran señales ocultas de los otros, ya me parecían cosas malas, sobre todo si se las hacían al Cacho. Unos cuantos días antes escuché a la Martita: -¡Porqué traes a esa gente a nuestra casa! ¡Mira cómo se secaron los helechos, están muertos, aunque parecen vivos! ¿No te das cuenta que la maldad está en todas partes, pero más en la política? Esos con tal de llegar son capaces de hacerle un “trabajo” a cualquiera. Pero el Cacho subió los hombros con optimismo.
¿Qué sería eso del “trabajo”? Nunca lo explicaron, pero la Martita dijo: …¡por las dudas! …cuando plantaba unas rudas en el jardín. Pero volvamos a ese domingo… yo dormía plácidamente cuando una cercana y persistente sirena me hizo saltar azorado. Había mucho movimiento en la casa pero nadie me explicó que pasaba. El martes como al mediodía, la Martita me buscó, se abrazó muy fuerte a mí, la desazón me recorrió y en ese mismo instante supe que por más que moviera mucho, mucho la cola… el Cacho ya no abriría el portón.
MIRANDA
Un tempestuoso 23 de enero, Miranda vino al mundo en las habitaciones de servicio de una majestuosa y antigua mansión sanjuanina, con resabios del palacio de Whitehall en Londres, que su próspero dueño y constructor, el ingeniero dedicado a la minería James Betts Douglas, traía en la retina. La hermosa niña, cuyo nombre tuvo su origen en la admiración de su madre por la Tempestad de Shakespeare, poseía un encanto especial en su profunda mirada, delicada y con una rara transparencia en sus manos; corría y reía con deleite mientras jugaba en los frondosos y verdoañejos jardines bordeados de calibanus, con su amigo Fernando, hijo único de los señores. Muchas veces el tablero de ajedrez les resultaba un apasionante compañero.
Cuando Fernando cumplió los doce años fue enviado a la Escuela Escocesa de San Andrés, en San Isidro, Buenos aires. Mientras tanto en San Juan, Miranda se convertía en una jovencita incomparable, atractiva y misteriosa, como si fuera varias mujeres en una misma, quizás la acuariana que llevaba dentro. Sumamente curiosa, aprovechaba la siesta para escabullirse en la generosa biblioteca de Don Alonso, descendiente de aquel James, donde usaba con agilidad sus dedos uñicomidos regodeándose con desmesura entre la Yourcenar, Cortázar, Juarroz y Borges.
Muy triste y sola quedó cuando su madre, una hermosa y frágil mujer que se desempeñaba como ama de llaves, falleció joven aquejada por un lupus que invadió todo su ser. Conmovida Doña Isolina Turner de Betts acogió a la joven huérfana, encargándole trabajos de costura y bordado, aparte de seguir enviándola al colegio. Un día escuchándola recitar “El oro de los tigres” de Borges, decidió enviarla al Instituto de declamación “Gallac de Sarmiento”, luciéndose desde el primer día, después supo, era el sueño de su madre. La Universidad de Edimburgo, en Escocia, Reino Unido, se convirtió en el próximo destino del hijo de los señores, de donde regresó en 1993 con el título de Arquitecto.
Día de algarabía y fiesta en la Mansión, Fernando regresaba a casa con todos los honores. Miranda miraba desde su habitación del tercer piso y le parecía mentira que su amigo hubiera retornado. Cuando la joven dos días después, hacía su caminata matutina por los queridos jardines se topó con Fernando. Sus miradas se encontraron y fueron sorprendidos por el encuentro, por el cambio notorio de ambos… el abrazo fuerte, cálido, los retrotrajo a esa niñez compartida y recordada. Rápidamente él la llevó hasta la mesita de ajedrez, esta vez la madurez hizo más interesante la partida.
Ella recordaba a la Yourcenar Allí, como en otras cosas, el placer y el arte consisten en abandonarse conscientemente a esa bienhechora inconsciencia, en aceptar ser, sutilmente, más débil, más pesado, más liviano y más confuso que uno mismo. En los días que siguieron charlaron hasta la madrugada, contándose las cuitas de tantos años. Cuando se produjo la primera caricia no tomaron en cuenta quienes eran, el encuentro fue así… natural, humano, sensible y a la vez apasionado, sensual. Miranda vibraba en los brazos de Fernando y los dos fueron uno en esa estrellada noche de primavera, en la que comprendieron que se amaban y que vivían en el alma del otro. En la habitación venían a su pensamiento las “Memorias de Adriano”: [...] empleo mi inteligencia para ver de lejos y desde lo alto mi propia vida, que se convierte así en la vida de otro. Felices vivían un amor escondido, temerosos de ser descubiertos, de no ser comprendidos.
Despuntaba el día, abrazados en la cama de Miranda, mientras ella lo miraba arrobada… su mano tomó la mano de su amado y la colocó sobre su vientre. Fernando incorporándose la miró con pavor y dando un saltó… huyó raudamente… Cinco meses después el Hospital Rawson atendía a una joven mujer por la pérdida de su bebé… Cuando se dio de alta a Miranda, la zona roja de la Rawson le sirvió de abrigo y alimento; aunque Ariel el médico de la sala comentó con tristeza que esa hermosa y frágil mujer en unos años más… se iría, en alas de mariposa.
LA MÁQUINA DE ESCRIBIR, LA NARANJA Y LA PLUMA
Se arrimó al ventanal empañado que reflejaba el fuego de la estufa a leña. Pasó la mano para ver hacia afuera, sintiendo el frío húmedo en su palma. Divisó la figura acercándose por el estrecho sendero entre pinos. La luz de la luna se filtraba entre los nubarrones y dejaba ver su caminata. Observó detenidamente los pies, mostraban una leve cojera que no había reparado antes.
Volvió en su memoria a cuatro años atrás. Recordó entonces la queja por el dolor de cadera. Aquel día en que bajó las escaleras pelando una naranja, que inundó con su aroma dulzón y agrio la sala. Tomaba un café intenso y la mezcla resultó deliciosa, tanto que ahora aspira profundo intentando reencontrarla. También llegaron las imágenes de los dos cuerpos haciendo el amor sobre el sillón. Hacía un rato estaba tecleando la máquina de escribir de su padre, que había quedado como recuerdo de otra época. Las palabras en el papel tomaban vida en la imaginación del gran escritor. Famoso, lúcido, moderno para su tiempo, alegre y oscuro a la vez, sobre todo en las escenas de suspenso y drama, que pasaron a ser guiones de películas que aún hoy son ejemplo en las carreras de Cine.
Mira nuevamente a través del vidrio. Ya está aquí, se dice. Golpea suavemente la puerta, con timidez quizás, se pregunta, aunque no lo cree. De pusilánime, nada. Con cola de paja, es probable. Duda en abrir, la última vez, pelearon feo. Se acuerda que le dejó un arañón en el rostro. ¿Todavía se notará? El espejo la trae a la realidad. Se siente hermosa para su edad. Sabiendo que él vendría, se arregló con esmero. Lo hizo pasar. Él dejó la carpeta sobre la mesa, echó una mirada en torno, se acercó a la hoguera y refregó sus manos, calentándolas, en un gesto que ella sintió familiar. Alto, buen mozo, seguro de su masculinidad. La miró con algo de vanidad, pensó ella, cuando sus ojos se encontraron. Y ahora viene haciéndose el buenito cuando me usó a mí y a la notoriedad de mi padre, para tener contactos en el mundo cinematográfico. Lo miró de arriba a abajo y lo descolocó al preguntarle cómo estaba Horus, su antipático gato siamés, destrozador compulsivo de los adorados almohadones de plumas. —¡Hola, cómo estás! He venido en son de paz, respondió él. Sólo a que firmes el divorcio. —¿En son de paz? Maldita rata. Como una tromba se abalanzó sobre él. Pegándole con los puños en el pecho, mientras lo maldecía y le decía que jamás firmaría ese papel para que él se casara con una pendeja.
Suenan las sirenas. Autos de la policía rodean la casa. El aturdimiento por la situación le impulsa a abrir la puerta, en respuesta a los golpes de los uniformados. Mira a su alrededor, sin entender. —¡Suba las manos inmediatamente! —¡Suelte el cuchillo! Recién ahí repara en su mano y en el reguero de sangre que ha recorrido el trecho desde el teléfono descolgado, persiguiéndole hasta allí. Divisa la carpeta quemándose en el fuego, mientras delante… una pluma vuela suave girando sobre sí.
LA TÍA LILI
El último adiós al abuelo Luis , me trajo de regreso después de más de diez años. Todos estaban en el cementerio, momento que aproveché para escabullirme a la casa de la tía Lili. Los mismos muebles, las mismas cortinas, cerradas ahora, producían una oscuridad pesada en pleno día, como si el tiempo se hubiera estancado. Un álbum con fotos sepia sobre la mesita ratona, me trasladó instantáneamente a esa tarde. Los recuerdos, tantos tiempos guardados, se movilizaron en cadena y me encontré en el jardín con el Marito, empujándolo en el columpio que colgaba de la rama más alta de la gran mora. ¡Más fuerte, más alto! ¡Más fuerte, más alto! Me gritaba mi primo. Yo le ponía todas las fuerzas de mis diez años. Voló Marito, voló riéndose, pero al desprenderse del columpio fue a parar sobre una gran piedra del cantero florido. Reviví el terrible ruido del cráneo partiéndose, vistiendo de rojo su pequeña cabeza. Quedó así, para siempre, desmadejado como una marioneta sin uso, entre las siemprevivas y las nomeolvides. Me contaron que la tía Lili desde ese día no pronunció nunca más una palabra y sus ojos quedaron abiertos para siempre, con esa imagen estremecedora estampada en ellos. Mientras recordaba todo lo pasado, mirando las imágenes en las que estábamos con el Marito; en los cumples, en la pileta o montando el moro; me pareció escuchar un ruido. Seguí prendido a mis recuerdos sin prestar atención, cuando escuché: ¡A tomar la leche chicos! Me sobresalté, pero antes de poder reaccionar, sentí un gran golpe en la cabeza. A medida que caía al piso llevando conmigo el álbum y las fotos, que se desmoronaban como un castillo de naipes, reparé en la tía Lili, parada a mi lado, sosteniendo una gran piedra manchada de rojo y una enorme sonrisa iluminando su rostro.
PUERTO AGUJA
Las barcazas multicolores se aferraban con ahínco a lo que quedaba del viejo muelle, azotado por el inclemente oleaje, que, sin pausa, pero con prisa, calaba hondo, transformándolo en una aguja que se internaba en el mar con intrepidez y bravura. Un viejo capitán de una corbeta de guerra, hundida cerca de allí, devenido en pescador a la fuerza, se convirtió en un personaje del lugar. Su figura se recortaba imponente en la escollera, mientras los rayos del sol eran tragados por la marea. Solo decaía al caminar, cuando su garbo rengueaba, por la pierna izquierda llena de metralla. Para los lugareños era común verlo otear el horizonte, en el punto justo donde el malecón puntiagudo comenzaba su recorrido, indicando el norte magnético de la Tierra, según decía a quien estuviera cerca.
A veces su mirada se iluminaba al observar la bella brújula, dorada, casi como una extensión de su mano. Una cara con la imagen de su embarcación y la otra con la aguja imantada girando en un eje, sobre la rosa de los vientos. Otras veces, una nube le atravesaba los ojos con la visión de su tripulación, atrapada en el fondo del mar. Solían llamarlo “el Capitán Espinao” con un dejo de ironía, aunque con respeto. A veces se lo escuchaba hablando solo, dando órdenes. ¡A estribor contramaestre! ¡Mantenga firme el rumbo! ¡Vigile la orilla , marinero! Los años se acumulaban y el anciano oficial pasaba más tiempo controlando su instrumento, vigilando insistente la saeta que, según él, cada día era más perfecta, como si tuviera vida propia y fuera construyéndose con un objetivo determinado. Comenzaba la Semana Santa, el pueblo se preparaba para el festejo. En la taberna, el aroma a cornalitos y boquerones fritos, las jaibas a la marinera y las cazuelas de pescado o de mariscos, impregnaba las fosas nasales de los posibles comensales, haciendo trabajar sus jugos gástricos, con insistencia. El domingo, día de la Pascua de Resurrección, “el Capitán Espinao” se arrodilló en el muelle. En su mano la brújula y en su lengua, frases de la Biblia que mencionaban “el ojo de la aguja”; la capilla hizo su entrada con las campanadas a la oración y al sonar la séptima, los ojos del poblado se llenaron de asombro, viendo la enorme púa del puerto, erguirse como si un Hércules marino la empujara impetuoso. Las barcazas amarradas, se golpeaban rompiéndose entre sí, el mar era un ostentoso remolino huracanado que inundaba todo a su alrededor, hasta que, como inmenso mástil, la aguja se erigió oronda y perfecta, apuntando directo al Cielo.
Comentario:
Leer a Helena, es disfrutar de un viaje breve, pero intenso. La selección de narradores despierta la curiosidad del lector, quien, sin duda alguna, puede predecir lo que va a pasar, pero desea que todo sea develado por el narrador. Nos puede sorprender la creatividad de la autora, ya que utiliza como testigo fiel de la historia a un perro que observa con atención.
Helena, nos ofrece riqueza léxica y exactitud en las descripciones; cumpliendo su función de transportarnos a la habitación de los personajes, un sendero entre pinos, una vieja casa llena de recuerdos. El estilo indirecto es utilizado con naturalidad e ingenio, es una invitación para abandonarnos a merced de la trama.
Gloria Rosales (Ergo Guatemala)
Helena Escales Lonné
(Argentina). Mendocina de nacimiento, sanjuanina por elección desde sus nueve años. La escritura y las artes visuales son parte esencial de su vida. Integró el grupo expresArte, confluencia de distintas expresiones artísticas en el que la poesía tenía su lugar de honor. Introdujo un espacio cultural con entrevistas a diferentes cultores de las artes, en la revista sanjuanina Primera Fila. Publicó en distintas antologías, de poesía y de narrativa, provinciales, nacionales e internacionales. Participó en numerosos encuentros culturales en la provincia y el país. Co-autora del libro de poemas De palabras somos. Comparte la Mesa del Café de los Escritores de San Juan, con quienes publicó el libro Historias Recetadas. Premiada en concursos literarios de poesía y narrativa. Alma libre, amante de la familia, la justicia y la amistad.